ANTONIO LÓPEZ | Tungsteno
A mediados del siglo XIX el despegue del ferrocarril, impulsado por la Revolución Industrial, chocaba con el costoso y lentísimo proceso para convertir el hierro fundido en acero. Entonces el inglés Henri Bessemer dio con la solución para fabricar a gran escala un acero de gran calidad y resistencia, que no solo serviría para expandir las redes ferroviarias sino que también marcaría el inicio de la era de las ciudades modernas.
Henry Bessemer (1813-1898) era hijo de un ilustre ingeniero, Anthony Bessemer, un londinense afincado en París que llegó a ser miembro de la Academia de Ciencias de Francia. La Revolución le obligó a volver a su Inglaterra natal, donde también nació su hijo Henry, quien pasaría a la historia como el "mago" de la industria del acero y uno de los arquitectos del nuevo mundo que se iba a construir a base de vigas y vías de tren de este material.
En realidad, la magia de Bessemer era pura química, pero a mediados del siglo XIX, se desconocían las claves científicas de la metalurgia, una técnica que todavía se basaba en lo artesanal. Los herreros llevaban siglos y siglos acumulando un saber tradicional para trabajar los metales y sus aleaciones, con la dificultad que sus dos cualidades principales suelen ser excluyentes: dureza y maleabilidad. Estos artesanos buscaban el equilibrio para moldear metales con agilidad y que las piezas fueran lo más resistentes posibles. Y su duro oficio tenía la dificultad añadida de que los metales nativos, tal y como se encuentran en la naturaleza, suelen contener también impurezas y trazas de otras sustancias, algo que pudo confirmarse gracias a los experimentos de Bessemer y otros ingenieros.
El método ideado por Bessemer eliminaba las impurezas del hierro gracias a un proceso de oxidación del aire, consiguiendo un acero más resistente de manera mucho más rápida. Crédito: Wikimedia Commons.
Un estímulo militar para ganar tiempo
En plena guerra de Crimea (1853–1856), Inglaterra buscaba producir acero más resistente y en grandes cantidades, ya que algunos cañones no resistían el calibre de determinados disparos. El acero no es un metal, sino una mezcla de cementina y ferritina que, si contiene un porcentaje excesivo de carbono, se quiebra.
La química necesaria para dar con la fórmula correcta para producir acero resistente y de manera rápida le costó a Bessemer varios intentos, entre ellos un desastroso efecto volcán que, a pesar de lo aparatoso, confirmó su hipótesis en 1855: se podían eliminar las impurezas del hierro mediante un proceso de oxidación con aire. Bessemer introdujo una ráfaga de aire en una bañera de hierro fundido, que además de elevar la temperatura de la plancha derretida, produjo una combustión que quemó las impurezas y el carbono del hierro (que después se podía introducir de manera artificial en la proporción exacta deseada). Con su nuevo método de oxidación, podía convertir 25 toneladas de hierro en acero en 25 minutos.
Un año después de patentar su método (1855), comenzaba la actividad de Henry Bessemer and Company y este presentaba su invento ante la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia, pero el convertidor Bessemer (el horno revestido de arcilla que había ideado para llevar a cabo su proceso de descarbonización) destapó algunas fallas del proceso: el fósforo y el azufre no eran eliminados en este proceso. No fue hasta 1877 cuando el metalúrgico británico Sidney Gilchrist Thomas desarrolló un revestimiento que eliminaba el fósforo y hacía posible el uso de los minerales fosfóricos del continente. Con el tiempo, el método Bessemer se fue puliendo gracias a las aportaciones de otros ingenieros, como el descubrimiento de Robert Mushet de que añadir manganeso facilitaba forjar el acero.
El proceso Bessemer disminuyó radicalmente el coste de producción del acero, lo que contribuyó a la eclosión del ferrocarril. Crédito: California State Railroad Museum Library.
Bessemer y el cinturón de acero de la Tierra
Con la caída de la demanda del acero tras la guerra, Bessemer puso el foco en un mercado más prometedor a largo plazo: los ferrocarriles. Sus vías de acero podían usarse durante un promedio de 18 años, frente a los 4 del hierro, por lo que el ferrocarril se extendió rápidamente: si en 1840 había 5.353 kilómetros de vías férreas en Estados Unidos, en 1860, había 49.246 km, que puestos en línea recta serían suficientes para dar la vuelta al mundo (la circunferencia de la Tierra en el Ecuador alcanza los 40.075 km). Bessemer consolidó su éxito como empresario sobre raíles, llegando a alcanzar el 80% de la cuota de mercado del acero ferroviario entre 1880 y 1895. Para entonces, sus vías podían rodear el Ecuador 10 veces.
En 1898, la revista Scientific American publicó un artículo que analizaba precisamente los importantes efectos económicos del aumento de la oferta de acero barato. A fin de cuentas, el proceso Bessemer disminuyó su coste de producción de 40 a 6 o 7 libras por tonelada. El acero y el ascensor fomentaron la construcción de rascacielos y grandes almacenes que se convirtieron en el centro de la actividad comercial, lo que transformó incluso las costumbres —más allá de lo que imponían la tradición y la religión—, tal y como llegó a señalar el New York Times en 1890: había empezado la "epidemia de dar y recibir regalos" en Navidad.
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